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miércoles, marzo 28, 2007

Con licencia para pasear

Desde niña me han gustado los autos, pero siempre me ha acomodado más el rol de copiloto. Es mucho mejor ser la encargada de atender al responsable del volante: ofrecerle bebida, preocuparse de cambiar la radio o ajustar el aire acondicionado. Además aprovecho la placentera oportunidad de ir admirando el paisaje.

Pese a lo anterior, realicé el curso para poder sacar licencia de conducir. No era una real necesidad, no obstante lo desarrollé por la sencilla razón de que en Angol era mucho más fácil. Menos tráfico, menos calles y menos posibilidades de fallar, ya que el instructor era un conocido.

Antes de darme cuenta el día del examen llegó. Éramos alrededor de diez personas esperando comenzar las pruebas. Partimos con el test sobre el conocimiento de las leyes del tránsito, que afortunadamente pasé con honores. Acto seguido empezaron las pruebas de coordinación y en ellas fallé un par de veces, aunque fue sólo gracias a mis traicioneros nervios.

Ahora venía lo difícil. Manejar por las calles de la ciudad al lado de un profesor que estaría observando con ojo crítico cada uno de mis movimientos. Tuve la suerte de iniciar con el pie derecho al pedirle que se pusiera el cinturón de seguridad. Estaba tan contento de que me preocupara por su integridad física, que nadie borró la sonrisa de su cara durante todo el recorrido.

Creí que terminaría la travesía con una evaluación perfecta, pero mis sandalias estuvieron a punto de arruinar todo mi desempeño. Estaba estacionando al frente de la municipalidad. Tenía puesto el pie suavemente sobre el acelerador. Mi calzado se salió y apreté tan fuerte el pedal que estuve a centímetros de chocar el auto que tenía al frente. Milagrosamente no ocurrió.
Obtuve mi licencia en enero de 2003. Han pasado cuatro años desde aquel suceso y mis hábitos automovilísticos no han cambiado en lo absoluto. Sólo la he ocupado unas seis veces, durante casos de emergencia. Ahora paseo en auto, por las calles de la ciudad, desde el lugar que siempre me ha gustado. Copiloto.

jueves, marzo 22, 2007

La moda incómoda

El zapato se ha convertido en un elemento para la medición del status de las personas durante los últimos veinte años. Antes simplemente era necesario que fueran lo suficientemente firmes como para aguantar las largas caminatas del día; hoy, puede que no nos duren ni un día.

Lo errado del pensamiento actual es que mientras le hayan alcanzado a decir a todo el mundo lo caro que costaron o lo exclusiva que es su procedencia, da lo mismo la vida útil que pudieran tener y ni siquiera piensan en cuántos más pudieron comprar por ese precio.

Cada día vemos en las revistas cómo las personas cuentan la exagerada cantidad de zapatos que albergan en sus clóset. Nos fascinamos al ver cómo se jactan a diario de aquellas adquisiciones, como si fueran su más preciado tesoro. Principalmente cantantes, futbolistas, animadores de televisión y hasta una que otra Amalia Granata son los expertos en la materia.

Nuestro calzado debería ser valorado por tres grandes puntos en orden de importancia: comodidad, calidad y diseño. No es muy coherente pensar en unos hermosos zapatos Gucci que, luego de sólo una noche de uso, convierten a nuestros pies en una asquerosa masa retorcida por el cansancio.

El mal enfoque acerca del zapato se viene internando desde la infancia en el subconsciente femenino. Nos contaban la historia de la pobre Cenicienta que pierde su preciada zapatilla de cristal luego de bailar toda la noche con el príncipe, y cómo gracias a este objeto logran descubrir su verdadera identidad.

Es absurdamente ilusorio creer que una mujer que estuvo trabajando todo el día va a ser capaz de bailar toda la noche y menos en unos zapatos hechos de cristal. Nadie al leer la historia se imagina que se pueden quebrar y olvidamos lo incómoda y resbalosa que puede resultar esta hazaña. Sin embargo, luego de terminar la historia, todas las niñas sueñan con tener un par como el de ella.

Los pies son el soporte de nuestro cuerpo y ese en un detalle que muchos parecen olvidar. Es importante cuidarlos, consentirlos y protegerlos de todos los agentes que atentan día a día con su bienestar. Hay que tratar de que su tarea sea lo más cómoda posible, porque si ya tienen que aguantar nuestro peso y el mal estado de las calles, lo mínimo es que les entreguemos un zapato cómodo para que puedan habitar.

miércoles, marzo 14, 2007

Don Gastón

En Chile, tenemos la costumbre de justificar nuestros errores con una mentira. Lo complicado es que comenzamos a creerlas como si fueran una realidad y las incorporamos a nuestra cultura a través de mitos y leyendas. Es especialmente en el extremo sur de nuestro país, donde se nota con mayor claridad la picardía y la capacidad de invención que albergan estos relatos.

Sin ir más lejos, el caso emblemático de esa región, específicamente en Chiloé, es el del Trauco. Ser supuestamente mitológico, de apariencia horrible; pero con una mirada cautivante. Esta criatura perversa rondaba los bosques a la espera de mujeres solteras que cruzaran por sus dominios para luego profanar sus cuerpos y dejarlas embarazadas.

Este hombre realmente existió, pero hace unos cincuenta años, por lo que es biológicamente imposible que aún siga con vida. En realidad él era el encargado de cuidar esos terrenos y debido a esto es que siempre se le veía rondándolos, con una actitud un poco intimidante para todos aquellos que se cruzaran.

Que no era muy agraciado físicamente es algo que no se puede negar. Nariz y dientes torcidos; una piel oscura y seca, eran las características principales de su cara. Por otro lado, su cuerpo velludo y robusto eran los ingredientes que faltaban para completar su apariencia hosca, aunque eso no lo convertía ni en un depravado ni en una persona violenta.

El verdadero nombre del Trauco era Gastón Martínez. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde obtuvo su sobrenombre, pero lo que si se comenta es que posiblemente fue porque siempre cargaba un trabuco entre sus manos para ahuyentar a los posibles animales salvajes que pudiese encontrar en su camino.

Gastón y su señora vivían en una casa sumergida en lo vasto del bosque chilote. Ella pasaba la mayor parte de su tiempo sola en su hogar, una vez al mes iba a la ciudad a gastar parte del sueldo de su marido en las provisiones necesarias para su subsistencia, aunque nadie en realidad la asociaba con él, porque ella gozaba de una belleza y simpatía cautivantes.

Las jóvenes solteras acostumbraban visitar el bosque en compañía de sus pretendientes, para así evitar comentarios y reprimendas de sus padres, por lo que no era extraño que hubiera un constante flujo de parejas en aquella locación que todos asumían vacía. Los Martínez se encontraron en más de una oportunidad frente a estos actos lascivos, pero hacían caso omiso para no perjudicar la tan cuidada reputación de estas mujeres

Nuestra sociedad siempre se ha destacado por despreciar a todas aquellas mujeres que se convierten en madres solteras, y Chiloé no es la excepción. Producto de ello es que se volvió costumbre entre las mujeres del lugar el culpar de sus travesuras lujuriosas a este huraño hombre que no tenía como defenderse porque vivía alejado de la ciudad.